Verano. Cuatro de la tarde. Huele a azufre ¿o es sólo pan con huevo? Quizás olor a mortadela fina en el aire, un poco espeso. Curva a la izquierda, curva a la derecha. Semáforo. Todo se mueve, un sistema en equilibrio. La vieja gorda con una nalga dentro y la otra afuera, los pingüinos hablando de facebook y la pareja de quince. Acción reacción.

Aquí el movimiento es distinto, es parte de tu situación. El ser humano se adapta y es capaz desde muy pequeño de manipular estas situaciones. O el niño chico no sabe que mientras más se mueva la micro, más desagradable será el viaje. Que más afortunado será el par de tirones de brazo para que le compren un chocolito.

Ahí está ese equilibrio, ese que convive con el movimiento.

“¡Huele a chingado!” dice mi amigo, como pocas veces, comparto su opinión.

Es ese olor a tercer tiempo… ¡perdón! me explico. Durante treinta minutos, suben nueve y bajan seis. Bajan tres, suben cinco. Y así sucesivamente, el movimiento contempla también los que entran y se van, ayudando al equilibrio.

Me imagino este vicio en Santiago. Bendita sea Talca y sus micros roñosas.

No. A pesar de todo el sentimentalismo, no seamos conformistas. ¡Las micros muy re-feas! Y todavía no dejo de mirar “YONI TE AMO” con tipex en el asiento de adelante. Aquí estamos sumergidos en la ola de cultura, buena cultura. Quizás es esa cultura que vale. La que más cuesta.

Camino a empujones, me despido, me bajo y la miro. Me cansé.